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Corazón de trapo

Palabras

Palabras

A veces me ocurre. No puedo evitarlo. Me pasa mientras estoy haciendo cualquier otra cosa. Empieza ora como un murmullo dentro de mi cabeza, ora como un revoloteo dentro del pecho. Los síntomas son engañosos, sobre todo al principio, y es fácil adjudicarlos a cualquiera de mis hipocondrías sentimentales. Si estoy inmersa en cualquier tarea mundana me invade la angustia de estar en el lugar equivocado, y si estoy disfrutando de malgastar mi tiempo con reconfortantes pensamientos absurdos, se convierte en un aguijón que me azuza...

Da igual que intente ignorarlo, llega un momento en el que se hace inevitable. Entonces, mis dedos comienzan un tamborileo impaciente, deseosos de traducir su rítmica sinfonía en palabras con la ayuda del teclado de mi portátil, o de garabatear frases en el primer trozo de papel que encuentro a mi alcance. Aunque sean frases sin sentido, como éstas... Lo siento, no puedo evitarlo...

Una mamá de trapo

Una mamá de trapo

Probablemente esta fotografía ni siquiera sea reciente, pero la he encontrado esta semana en una revista, mientras trabajaba (sí, por extraño que parezca una parte de mi trabajo consiste en mirar revistas, que no te dé demasiada envidia), y me ha conmovido hasta el punto de que aun hoy y a pesar de que ya empiezo a acostumbrarme a ella, se me siguen saltando las lágrimas si me quedo demasiado tiempo mirándola...

Se trata de cuatro "buhítos huérfanos", de la reserva natural de Hampshire, Gran Bretaña, que por unos motivos u otros perdieron o fueron rechazados por sus respectivas madres. Sus cuidadores les proporcionaron esta nueva "mamá de trapo", y es sobrecogedora la mirada del tercer búho empezando por la derecha, que se esconde bajo el ala del peluche con mirada enfurruñada. Dan ganas de adoptarlos a todos de inmediato. Pero como no puedo hacer eso, básicamente porque como la foto tiene ya un tiempecillo y los búhos serán a estas alturas unos espléndidos ejemplares adultos (y porque probablemente mi casero tendría algo que decir al respecto), me conformo con hacerles un huequito aquí, en mi pequeño Corazón de Trapo.

¿Cómo medir un año más?

¿Cómo medir un año más?

Todo vuelve a empezar de nuevo, como siempre que se acaba algo. Y normalmente tanto movimiento resulta reconfortante porque apenas deja tiempo para pensar, pero esta vez sí que voy a pararme a reflexionar un poco. No le pasará nada a mi mundo por detenerse unos instantes, o en el peor de los casos, por seguir girando un ratito sin mí.

El 2009 ha sido para mí un año bastante ambiguo, que me ha dado tantas de cal como de arena. Nunca he tenido demasiado claro si lo bueno era la cal o la arena, hasta que leí no sé dónde que lo bueno era la arena, mucho más suave. Quizá hundir los pies en la arena sea una de las cosas que este año se me ha quedado pendiente... Pero supongo que no se puede tener todo (porque, quiero decir, ¿dónde lo metes?).

Si tuviese que definir este año que se ha terminado con una sola palabra sería, no sé... Creo que no puedo. Con una sola palabra no. Mejor con un puñadito, porque ha sido un año de obstáculos. Pero no obstáculos en un sentido demasiado pesimista, sino como los de una carrera de atletismo, de ésos que al mirar atrás, una vez que has llegado a la meta, te llenan de orgullo y satisfacción, por todas esas cosas que has sido capaz de superar. A veces con un poquito de ayuda, y otras con la soledad como silenciosa compañera.

Quizá podría denominarlo también "el año funambulista", porque me lo he pasado haciendo equilibrios entre lo que dejaba atrás y lo que tenía por delante, aunque a veces no supiese a ciencia cierta lo que era. Ha sido un año de transición, que debiera de haber disfrutado un poco más, en vez de estar tan sumida en esa sensación de provisionalidad, sin tomarme mi vida muy en serio, a la espera de lo que estaba por venir. Pero lo que está por venir no siempre llega, o no llega cuando nosotros creíamos que iba a llegar. Por eso es importante disfrutar de la espera.

Se me ocurre también denominar al 2009 como "el año post-carnaval", o algo así. Porque las circunstancias de la vida han hecho que muchos de los que tenía alrededor me mostraran lo que había detrás de sus máscaras, a veces para bien y otras para... No sé para qué. Aún no. Aunque al menos ha servido para dejar a un lado las palabras bienintencionadas, y saber con quién puedo contar realmente, y para qué. He aprendido la valiosa lección de que la gente que me rodea no está en este mundo para cumplir mis expectativas. Y que yo puedo hacer dos cosas: enfadarme y dejarme embargar por la autocompasión, o amarlos y dejar que me amen a su manera. Sólo me han quedado un par de incondicionales, pero los guardo  y cuido como un auténtico tesoro.

Lo bueno de este año que empieza, es que puede pasar cualquier cosa. Por eso me dejo llevar por el conformismo, y sólo pido salud para mí y para los míos. Porque he aprendido que en esta vida, no nos sucede nada para lo que no estemos preparados.

Feliz Año Nuevo, y gracias por leer mis reflexiones.

 

Dos ciegas

Dos ciegas

 

Siempre me ha gustado escuchar si la historia es buena, y hubo un tiempo en que tuve la inmensa fortuna de estar rodeada de sabios Maestros que en el momento oportuno me regalaban el cuento que necesitaba oír. Y uno de esos cuentos ha venido a mi memoria después de leer una despedida. Se trata del cuento budista de los tres ciegos y el elefante, que hoy quiero compartir contigo (discúlpame si mi narración no es exacta al cuento original, hace más de diez años del día en que lo oí, y probablemente ni lo que entonces escuché ni lo que hoy recuerdo tengan mucho que ver con lo que la persona que me lo contó dijo...).

Tres ciegos que llevaban caminando juntos muchos días, se encontraron de repente con que no podían seguir adelante en su camino porque, según pudieron oír, un elefante bloqueaba el sendero que ellos atravesaban. Con ilusión casi infantil, los tres ciegos decidieron acercarse a tocar el animal, puesto que eran ciegos de nacimiento y nunca habían tenido oportunidad de saber cómo era un elefante. El primer ciego se encontró con la pata trasera del elefante, y la palpó hasta la saciedad, memorizando la áspera textura de la superficie rugosa. El segundo tocó la trompa en toda su longitud, y el tercero acarició uno de los colmillos. Quiso el destino que los tres viajeros siguieran después del incidente sus caminos  por separado, y cuando al cabo de un tiempo les preguntaron al respecto, ellos rememoraron su último día juntos y no pudieron evitar hablar del elefante. Para el primer ciego, el elefante era una especie de tronco rugoso. El segundo lo describió como una serpiente muy gruesa, y el tercero, como un animal de caparazón puntiagudo.

Puede que no tenga razón, y lo sé, pero yo también soy una ciega más, esclava del límite al que llegan mis propias manos. Mi verdad es incompleta pero es todo lo que tengo. Y aun a sabiendas de que las dos tenemos razón y estamos equivocadas a partes iguales, te echo de menos.

Solos

Una frase leí hará poco menos de un mes, que se me ha agarrado por dentro y no me suelta. Da igual lo mucho que me esfuerce en fingir que no está ahí, me espera a la vuelta de la esquina de cada distracción, por momentánea que sea. La veo por el rabillo del ojo cuando intento perderme en mis ensoñaciones favoritas, me sigue como una sombra silenciosa.

 

El túnel de parto y el ataúd son espacios concebidos para una sola persona”. No hay cabida para nadie más que nosotros mismos en los acontecimientos y decisiones verdaderamente importantes de nuestras vidas, y la prueba más irrefutable de ello es que nacemos y morimos solos. “Sólo soy yo cuando estoy solo”, ya lo decía Miguel Hernández. Cuando nadie me mira puedo dejar a un lado las máscaras que yo misma me obligo a llevar, las máscaras que apartan mi desnudez de los ojos indiscretos que me vigilan. Puedo respirar sin temor de decepcionar ni herir a nadie.

 

Cuando nadie me mira. Y fíjate cómo matizo diciendo “cuando nadie me mira”, en lugar de “cuando nadie me ve”. Porque hay veces que para estar solo basta con que todos los que te rodean vean a través de ti, en vez de mirarte bien en el fondo. Y porque cuando Alguien te mira de verdad, no puede evitar verse a sí mismo, reconocer en el fondo del corazón del Otro el camino para encontrarlo todo dentro del suyo propio.

 

Así me veo yo en ti. Eres un espejo que me devuelve la imagen de lo que fui y quiero ser con una exactitud que de tan milimétrica resulta insultante. Te he pedido a gritos silenciosos, y ahora de repente, sin saber por qué, aparece el miedo. Y el miedo es un ladrón. Dicen que un cobarde es un héroe con hijos e hipoteca. Y aunque los lobos no tengamos de esas cosas, también sufrimos los dardos de la cobardía de vez en cuando. Por eso siempre nos reservamos el derecho de cambiar de opinión, porque en el fondo creemos que somos incapaces de comprometernos con el camino. Pero entonces unos ojos valientes nos miran y nos hacen concedernos a nosotros mismos el beneficio de la duda; de la duda de que quizá haya otro final posible con el que sin saberlo soñamos.

 

Nacemos y morimos solos. Pero eso no debe entristecernos en absoluto, sino proporcionarnos la serenidad y la determinación para darnos cuenta de que en nuestra mano está rodearnos de verdaderos compañeros de viaje. Amigos y amores en cuyos brazos refugiarnos cuando estemos agotados de estar con nosotros mismos, cuando necesitemos huir de la voz que nos habla incesable desde dentro.

 

Pero hasta para nacer, “hay que destruir un mundo”, y eso no siempre es tan fácil como debiera. Quiero volar, pero he leído que para ello, primero hay que crear el suficiente espacio de aire libre alrededor como para poder extender las alas...

Fuera de lugar

Ha ocurrido esta tarde, mientras esperaba en la cola del supermercado. Era una cola larga, fruto de las manos cansadas de una cajera lenta, y de la falta de planificación de la docena de personas que habíamos dejado nuestras compras para última hora.

La fila era tan larga que ocupábamos casi hasta la mitad el pasillo de los productos lácteos, y a punto estuve de desistir en un par de ocasiones, cansada de tanto esperar. Pero supongo que hasta para abandonar una cola de supermercado hace falta un poco de determinación, motivo por el cual seguí dándole pataditas a mi prácticamente vacía cesta de la compra, para arrastrarla al ritmo cansino al que avanzaban mis compañeros de penitencia.

Y entonces sucedió. Lo vi por el rabillo del ojo, y no pude evitar girarme. Era imposible no verlo. En el estante de los batidos de chocolate, se alzaba desafiante un bote de guisantes. Ese bote trataba de mantener la dignidad, pero estaba claro que lo habían abandonado. Lo habían sacado de alguna cesta en el último momento y alguna mano cruel lo había dejado en el estante más cercano, sin pararse a pensar en las consecuencias de ese cambio de opinión.

Aprovechando un pequeño hueco entre los batidos, lo habían empujado un poco para hacerlo pasar desapercibido, y esto había provocado que los tetrabricks a su alrededor se desordenaran levemente. Los batidos de chocolate, perfectamente alineados de tres en tres, parecían mirarlo con desdén. Se sentían sin duda perfectamente arropados por sus pequeñas familias de tres miembros unidas por un brillante celofán. Cada familia de batidos encajaba perfectamente con la que tenía delante y con la que tenía detrás, dando lugar a una formación de aires casi marciales. El bote en cambio, era enormemente desproporcionado, con sus bordes redondos de hojalata, y su forma cilíndrica parecía ser todo un insulto a la precisa retícula formada por el ejército de lácteos.

El pobre bote ni siquiera podía lucir una pajita de rayas rojas y blancas a modo de banda insigne, sino que en su lugar tan sólo tenía una sencilla pegatina con la foto de un plato de guisantes en su parte delantera, y que para colmo había comenzado a despegarse por uno de los laterales.

Y me embargó una ola de autocompasión al darme cuenta de la absurda conexión que nos unía, porque era obvio que ambos estábamos a todas luces fuera de lugar. No encajábamos. No sólo no sabíamos sentirnos cómodos, sino que incomodábamos a los que estaban a nuestro alrededor.

Porque no paro de dar vueltas, pero no acabo de encontrar mi sitio. Y a veces no puedo evitar que este sentimiento de desasosiego se me anude a la garganta. Por eso cogí ese bote y lo acuné disimuladamente contra mi pecho, porque aunque yo tampoco puedo proporcionarle un lugar en el que encaje, al menos ahora en mi armario sobra sitio.

Incomunicados

Terrible paradoja es, que en los tiempos en los que el exceso de información nos abruma hasta límites insospechados, el mayor mal que nos persiga sea el de la incomunicación.

Alardeamos de nuestras redes sociales, pero resultamos más bien torpres a la hora de demostrar nuestros sentimientos, o de expresar nuestros verdaderos deseos, con nuestras alas pulcramente recortadas por lo que las entrometidas narices de los demás opinan que es lo correcto.

Y aunque sé que pocas cosas son tan normales como tener miedo (porque no hay que confundir ser valiente con ser temerario), también es cierto que siempre he sido soy de la opinión de que al final, de lo único de lo que acabamos por enorgullecernos es de nuestros errores más descabellados.

Pero en el fondo, seguimos incomunicados. Ponemos en mano de los demás la responsabilidad de interpretar de manera correcta lo que sentimos, (¿por miedo? ¿Por no exponer nuestro corazón al rechazo, aun a sabiendas de que será más que bien recibido?) quizá porque así sea más fácil echarles luego la culpa a ellos, que se equivocaron al pensar que los amábamos. Aunque lo que ocurre la mayor parte de las veces sea justo lo contrario: que se acaben marchando porque piensen que no los quisimos lo suficiente.

Y al final sólo acaba quedando, en el mejor de los casos, una conversación, rencorosa como un gato, llena de reproches inconexos: Cómo iba yo a saber... Tú nunca me dijiste... Debiste suponer... Debí haberte dicho... Si tan sólo hubieras sabido... Pensé que ya sabías...  Y resentimiento, y ojos que lloran hasta doler. En el mejor de los casos.

En el peor, apenas hay sitio para una incomunicación alimentada a base de miradas furtivas.

Pero si algo he aprendido es que la vida da tantas vueltas que acaba mareando, y que algunas cosas están escritas, pero otras no.

(Tuve tanto cuidado de no destrozar tu castillo de naipes, que acabé siendo sólo un triste riesgo asumible)

Nunca es tarde para dar las gracias. Por cada momento. Por cada ilusión, emoción, sentimiento. Y es increíble observar cuánto es capaz de resistir una esperanza moribunda.

Gracias. Sí, a Ti. Sé que de vez en cuando aún sigues asomándote a este rinconcito... 

 

La impuntual

Nunca lo conseguiré, creo que ya va siendo hora de que me dé por vencida. Estoy agotada. Por más que lo intento no consigo llegar a tiempo a ninguna parte. Soy un total y absoluto desastre.

Es relativamente fácil encontrar excusas cuando uno llega tarde a algún sitio: el tráfico, el metro, algo que olvidamos y que nos hizo dar la vuelta y perder esos minutos de los que somos deudores... Pero, ¿qué ocurre cuando hay que disculparse por haber llegado antes de tiempo? Menuda estupidez, estarás pensando. Y puede que probablemente tengas razón. Pero yo ya estoy cansada de oír de labios que he amado que "ojalá me hubiesen conocido cinco años después". O "cinco años antes", según el caso, porque tengo episodios de todos los colores. Es agotador ser para todos la mujer perfecta que nunca llega en el momento oportuno.

Y se queja mi amiga Chena cuando llego un cuarto de hora tarde a comer a su casa. ¿Cómo no voy a retrasarme en las cosas cotidianas, si ni siquiera soy capaz de aparecer en las vidas de los que amo en el momento en el que debería? Me pregunto quién escribe este estúpido guión...

La mujer perfecta. Ja. Menos mal que al menos aún puedo reírme, qué será de mí el día que me falle el sentido del humor. Soy la mujer perfecta de la que nadie quiere hacerse excesivamente responsable. ¿Pero no te das cuenta de lo absurdo que resulta? Amapola y yo somos escapistas profesionales... Nos hemos pasado la vida huyendo, sin  mirar atrás ni para cerrar la puerta. Como buenas desarmadas que somos en el fondo. Y para una vez que decido quedarme, con todas sus consecuencias, me dan una cucharada de mi propia medicina. Pero tampoco te asustes demasiado, lo más probable es que esta codependencia tan teatral no sea más que un argumento para autoconvencerme de no huir antes de que me dé tiempo de saber si realmente esto merece la pena.

¿Y qué me dices de esas ridículas paranoias sobre bodas? La única cosa positiva que se me ocurre al pensar en una boda es que es, junto con los funerales, el único momento en que se reunen casi todos los miembros de una familia. Y en mi caso, teniendo en cuenta la peculiaridad y extravagancia que reina en mi familia, ése no es un aliciente en absoluto. Mejor los funerales. Y es que, dicen unas cosas tan bonitas de uno el día de su funeral, que me da rabia pensar que me voy a perder el mío por un par de días. Ni siquiera a eso voy a llegar a tiempo... Aunque al menos me queda la posibilidad de sentir simpatía hacia una ceremonia que tarde o temprano acabaré por protagonizar.

Ojalá fuese capaz de volver a esa época en la que algunas Certezas podían escribirse con mayúscula. Porque cada vez me siento más gata hecha de sombras y nieve, que no hace alianzas con nadie, excepto consigo misma, y que tiene dos pies en este mundo y los otros dos en un sueño.

Carta a mi Guerrero de la Luz

 

Fíjate qué horas me dan delante del ordenador...

Desde que leí lo que me has escrito en el libro, este mediodía nada más llegar a casa, me he quedado en estado de shock... No estoy muy segura de qué contestarte, y aunque he estado tentada un millón de veces de escribirte un mensaje al móvil, otro millón de veces he cambiado de opinión porque ni en todos los mensajes del mundo sería capaz de condensar todas las cosas que me has hecho pensar y sentir...

"Apartarse de la pasión, o entregarse ciegamente a ella, ¿cuál de las dos actitudes es la menos destructiva?"...

Cuánta verdad en apenas un par de páginas... No sé cuál es la respuesta a esa pregunta, imagino que puesto que las dos son destructivas de algún modo, cada uno tiene la opción de elegir qué parte de sí mismo es la que está dispuesto a sacrificar, porque cuando elegimos un camino, ya sabemos de antemano el precio que vamos a pagar por él. A la persona conservadora, a los "ingenieros de las cosas superadas", como tú los llamas, efectivamente la pasión le parecerá la peor de las amenazas, capaz de hacer tambalear los cimientos de la propia existencia, de sus propias relaciones estables, con la misma facilidad con que una ráfaga de viento destruye un castillo de naipes sin importarle la minuciosidad, paciencia y esmero con la que lo hemos construido.

Pero para los que nos negamos a domesticar nuestra necesidad de Amor hasta el extremo de reducir nuestra Búsqueda a algo organizado y convencional, y guiamos nuestras relaciones por el instinto, y nunca dudamos en abrir nuestro corazón a los intensos sentimientos producidos por el contacto con los demás... Para nosotros, animales irracionales, depredadores accidentales de los corazones débiles, apartarnos de la pasión supone la muerte irremediable del alma, si es que acaso los seres como nosotros merecemos tenerla...

Imagina por un momento que el amor pudiera tener dos dimensiones: una horizontal, encerrada en el tiempo y en el espacio, y otra vertical, que representara la eternidad. En este contexto, una relación convencional se halla en el plano horizontal y está limitada por el tiempo. Los "ingenieros de las cosas superadas" tienden a buscar la permanencia dentro de esa relación, temporalmente limitada, y a menudo niegan la presencia del Amor en favor de necesidades humanas como la seguridad y la conveniencia. Pero esta permanencia no colma el corazón, que tiende a la eternidad y desea estar siempre enamorado. Porque como tú dices, el verdadero amor no está en el Otro, sino dentro de nosotros mismos, aunque necesitemos del Otro para despertarlo. Y despertarlo sería muy fácil si permitiéramos que nuestros corazones hablasen sencilla y libremente en todo momento, sin serias ataduras sentimentales cuya única finalidad es sujetar y apresar al amado para siempre.

"Ingenieros" contra "irracionales". Aunque mi postura está de sobra definida, ni quiero ni puedo convencer a nadie para que se una a uno u otro bando, porque no me queda más remedio que admitir que estoy frente a otra dualidad más, otra moneda de plata con su cara y su cruz. ¿Qué sería de los unos sin los otros? Nos necesitamos mutuamente, y acaso estamos aquí para entrecruzarnos como en un peculiar Ciclo de Saros, y para compensarnos de forma recíproca justo cuando más falta nos hace.

Hasta hace poco me consolaba con una frase que decía que “las mujeres empiezan amando a un hombre y terminan amando el amor, y los hombres empiezan amando el amor para terminar amando a una mujer”. Pero ahora creo que no es una cuestión de sexos, sino de lobos esteparios perdidos en medio de los rebaños.

 

 

Dolores de cabeza

 

Tengo un maestro al que, cada vez que se encuentra con alguien de una edad cercana a la suya, más bien avanzada, le encanta hacer la broma de preguntarle: “Oye, ¿a ti no te pasa que, cuando te despiertas por la mañana, y notas que no te duele nada, piensas, Dios mío, estaré muerto?”.

 

Y es que es requisito imprescindible el estar vivo un poco al menos para sentir incluso algo de dolor. Somos seres duales, cuerpo y alma, poseídos por distintos porcentajes de otras dos dualidades entre otras muchas, la de lo femenino y la de lo masculino. Amamos la vida y tememos la muerte, que son las dos caras de una misma moneda, y esto nos hace a veces rozar el absurdo. Porque por miedo a morir, hay muchos que dejan de vivir. O que más que vivir, podría decirse que simplemente existen.

 

¿Qué pasaría si aprendiéramos a amar aquello que tanto tememos? ¿Podríamos esperar más de nosotros mismos si encontráramos la manera de estar en paz incluso con nuestro lado más oscuro?

 

Me atrevo a decir que estoy en el camino de reconocer casi todos los recovecos de mi alma. He descubierto casi todo lo que soy, e incluso a veces llego a intuir todo lo que puedo llegar a ser, aunque sólo sea de forma nebulosa. Y toda esa parte de mí que la sociedad y la educación me han enseñado pulcramente a esconder o destruir, es la cruz indispensable de la moneda de mi vida. Sin el rincón oscuro de mi corazón, no existiría la luz que a veces hay en mí; sin mi ocasional indiferencia, no habría quizá sitio para mis momentos de pasión; y sin mis momentos de crueldad, no tendría manera de surgir el amor incondicional. Somos un todo, pero nos permitimos el lujo de juzgar y censurar las partes de nosotros mismos que no encajan en nuestro modelo de bondad, sin saber que esas partes son imprescindibles para sus opuestos.

 

Por eso disfruto de la paradoja de mi existencia, por eso disfruto la dicha de saborear hasta el último de mis dolores, y por eso me descubro encontrándole faltas a momentos que aparentemente son perfectos. Porque tengo las cosas tan claras que me encanta contradecirme, aunque sea por pura diversión.

 

Lo único malo de todo esto, es que tanto autoconocimiento está derivando en una especie de paz o calma mental y espiritual que no me gusta ni un pelo. Ahora que sé lo que soy, no estoy muy segura de qué margen me queda para sorpresas. Y si hay algo que odio, es tenerlo todo bajo control.

 

Sólo quiero seguir disfrutando de mis dolores de cabeza...

 

Cascabel al gato...

Lope de Vega lo versionó así:

Juntáronse los ratones

para librarse del gato;

y después de largo rato

de disputas y opiniones,

dijeron que acertarían

en ponerle un cascabel,

que andando el gato con él,

librarse mejor podrían.

Salió un ratón barbicano,colilargo, hociquirromo

y encrespando el grueso lomo,

dijo al senado romano,

después de hablar culto un rato:

- ¿Quién de todos ha de ser

el que se atreva a poner

ese cascabel al gato?

Y yo añado:

Ha de ser ratón de veras

Para obviar uña y bigote,

Y acercarse hasta el cogote

A ponerle una atadera.

(Que tocar el lomo al gato

Pocos serán los que osen,

Y menos los que merezcan.)

Pero vamos, que a todos los gatos nos llega nuestro cascabel… ^_^

La espera

 

Con precisión milimétrica y la destreza de quien dedica horas a la papiroflexia, las manos de pianista del chico doblaban una y otra vez  aquella servilleta del Starbucks. Tenía la mirada perdida y sólo despertaba de su ensueño cuando la pérfida puerta de cristal se abría para dejar entrar a cualquiera menos a la persona que él estaba esperando. Ante cada pequeña decepción, el chico repetía mecánicamente los mismos gestos. Dejaba a un lado la arrugada servilleta, apartaba la manga de su jersey azul de lana y echaba un vistazo al reloj que, a juzgar por su cara, parecía gritarle de forma acusadora que ella no iba a llegar nunca. Después volvía a colocar delicadamente la manga, y tras alisar distraído las arrugas que hacía la lana sobre el reloj, cogía con ambas manos un vaso de café. Que probablemente hubiese estado delicioso de no haber sido porque llevaba casi una hora dejándolo enfriar mientras representaba para sí mismo la pantomima de beberlo, cuando en realidad apenas si se lo acercaba a los labios. Una hora. Ése era el tiempo que yo llevaba observándolo de reojo, parapetada tras la pantalla de mi ordenador portátil. Y en ese espacio de tiempo lo había visto describir en silencio todo un abanico de emociones.

 

Desde la ilusión expectante y esperanzada que se traslucía de esos ojos azules y almendrados, pasando por la impaciencia, seguida de una incipiente decepción, hasta desembocar en la frustración y la inseguridad de quien se sabe abandonado.

 

Llegados a este punto, sacó del bolsillo de su abrigo negro un teléfono móvil, y pulsó una vez más la tecla de rellamada al tiempo que pasaba la mano libre por su flequillo castaño. Y por última vez, apretó los labios y colgó el teléfono. Porque ésta sí que era la última vez. Y con la desilusión pintada en la cara, atravesó la puerta de cristal de la que había dependido su felicidad durante esta hora maldita.

 

Es muy difícil encontrar el equilibrio entre echar de menos y echar de más, como lo es también encontrar el equilibrio entre alentar el interés y mantener la incertidumbre en un amor que empieza. Demasiadas atenciones pueden quizá provocar cierto hastío, pero hasta esto será mejor que la falta total de ellas, ya que una ausencia demasiado prolongada puede interpretarse como el desinterés suficiente para asfixiar un vínculo recién nacido, que se encuentra indefenso, y que necesita nutrirse de todos los recursos que tiene a su alcance.

 

En cualquier caso, y aunque no sé por cuánto tiempo, yo he conseguido mantenerme sentada en el Starbucks…

 

¿Qué fue de los amantes?

 

Escucho una vieja canción de Mecano:

 

Yo soy uno de esos amantes

Tan elegante como los de antes.

Que siempre llevan guantes…

 

¿Dónde quedaron estos apuestos caballeros? ¿Qué fue de aquellos románticos atormentados que miraban a sus amadas llenos de contradicciones, y se debatían con angustia entre su pasión y su sentido del deber o del honor? ¿Existieron de verdad enamorados capaces de desafiar las Reglas, o fueron tan sólo el resultado teatral de alguna imaginación prolífica?

 

Después de una tarde “de chicas” disfrutando de la película Corpúsculo, ejem… esto… Crepúsculo quería decir, ya me ha quedado todo mucho más claro. Sería tarea ardua (o prácticamente imposible, debería decir) contabilizar el número de suspiros que cada fotograma del apuesto protagonista provocaba entre el público femenino. Y posiblemente la mayoría de estas chicas nunca se hubiese fijado en el actor si se lo hubieran encontrado por la calle antes de que los dioses le concedieran la gracia de interpretar al carismático Edward.

 

Y es que Edward lo tiene todo: guapo, inteligente, misterioso, encantador, y tan atormentado por su naturaleza maligna como enamorado de Bella (una chica tímida, patosa e inadaptada con la que casi todas las mujeres podemos sentirnos identificadas en algún momento determinado de nuestras vidas). Un chico malo, que por amor quiere volverse bueno. ¿Y hay acaso alguna fantasía más deseable para una mujer que corregir a algún incorregible mediante la elevada redención del amor? ¿O algo más apetecible que aquello que sabemos que no puede ser?

 

La autora de esta exitosa saga sólo ha tenido que adornar la fantasía femenina más común del mundo con un puñado de vampiros (esos seres diabólicamente sexis que siempre andan acechando cerca del cuello), para añadir el conflicto de lo prohibido que en otras circunstancias hubiese sido ofrecido por montescos o capuletos. El resultado de este cóctel es una historia protagonizada por una chica, escrita por una mujer, que deriva en una película dirigida por otra mujer y orientada a un público mayoritariamente femenino. ¿Qué nos pasa, chicas? ¿Por qué venimos programadas para desear algo que no existe? ¿Será algún cromosoma travieso que hace de las suyas? Sea lo que sea, está claro que no existen hombres así. Y menos mal, porque si no todas andaríamos de cabeza, poniendo los ojos en blanco y olvidándonos de respirar, como le pasa cada dos o tres páginas a la protagonista de Crepúsculo.

 

Esperemos que ningún hombre se percate de lo que realmente queremos las mujeres, por el bien de nuestra integridad sentimental.

[-Y así fue como el león se enamoró de la oveja...

- Qué oveja más estúpida.

- Qué león más morboso...]

 

Pero vamos, que sí Chenita, que yo también me voy a pedir un Edward para reyes…  ;-)

 

 

 

 

Mis demonios

 

Sólo hay dos cosas que una persona puede realmente ofrecer a otra: su tiempo y sus pensamientos. Y el tiempo en realidad, ni siquiera lo poseemos, sólo lo derrochamos, y es nuestra responsabilidad elegir cómo y con quién.

 

Todos los adelantos, toda nuestra sociedad, están enfocados a ahorrarnos tiempo en una gran cantidad de tareas engorrosas. Nos pasamos la vida ahorrando tiempo como el avaro atesora monedas que nunca será capaz de gastar, porque en última instancia, nos cuesta ser lo suficientemente honestos como para hacer en cada momento lo que de verdad queremos hacer. Dejamos que un puñado de prejuicios hipócritas y absurdos, unos pseudo-principios impuestos por el qué dirán, gobiernen nuestras acciones, e incluso nos permitimos el lujo de autojustificarnos sólo porque “estamos haciendo lo correcto”.

 

Demasiado joven aprendí de uno de mis maestros a hacer en cada momento lo que desearía haber hecho en el momento de mi muerte, y demasiado pronto lo olvidé mil veces, para volver a recordarlo más tarde. Aún recuerdo como, medio en broma, me decía: “Bienaventurados los que saben cuándo van a morir, porque ellos serán capaces de administrar bien su Tiempo.” Y posiblemente si supiese a ciencia cierta que voy a morir mañana, no todas las cosas que hiciera esta noche pudieran englobarse dentro de lo que la mayoría de mis congéneres consideran como hacer lo correcto. Si estuviese segura de morir mañana, pondría todo mi empeño en volver a enamorarme de nuevo (aunque sólo durara las horas que me restan), saldría a bailar desnuda bajo la lluvia, besaría y abrazaría a todas las personas que amo y nunca me volvería a dejar nada en el tintero…

 

Cada día de nuestra Vida es un pequeño milagro que a base de repetitivo ha terminado por pasarnos desapercibido, pero no debemos olvidar que la vida es lo que nos sucede mientras estamos empeñados en hacer otros planes.

 

Y es que somos nosotros mismos los que construimos muros en lugar de puentes alrededor de nuestras ilusiones, y aprendemos a engañar al corazón para que se conforme tan sólo con lo que tiene a su alcance, en lugar de abrirle la ventana para que salga a remontar el vuelo… Dicen que cada uno es su propio demonio y hace de este mundo su infierno, pero yo estoy convencida de que los demonios tan sólo somos ángeles con las alas rotas.

 

Cicatrices

 

No puedo evitar sentir una fascinación especial por las cicatrices de las personas que voy encontrando en mi vida. A veces una sola de esas pequeñas marcas cuenta más de lo que se puede contar en una conversación entera, y son el testimonio indeleble de un lugar en el que estuvimos y de la gente que nos rodeó en ese momento. Y creo que deberíamos lucirlas orgullosos porque demuestran que de momento, hemos sido capaces de sobrevivirle a la vida.

 

Una vez tuve un novio que tenía la cicatriz más increíble que había visto jamás. Se deslizaba como una serpiente desde la parte central de su columna rodeando su cintura, hasta ir a parar casi al ombligo. Era la marca de una complicada operación, pero resultaba al mismo tiempo elegante y seductora, digna de ser mostrada como el mejor de los tatuajes. Pero lejos de eso, su portador se avergonzaba de ella y apenas era capaz de dar un paseo por la playa sin llevar una camiseta que ocultara lo que para él era un estigma. Me atrevo a aventurar que esta diferencia de opiniones fue uno de los detalles que propició nuestra posterior ruptura.

 

Y si tengo que elegir entre alguna de mis heridas de guerra, me quedo sin lugar a dudas con la pequeña cicatriz que cruza mi ceja izquierda, fruto de un accidental encontronazo con alguien que durante casi dos años fue el gran amor platónico de mi vida (oh, dios santo, empiezo a sonar como una verdadera mujer maltratada). Y cada vez que la veo al mirarme en el espejo, vienen a mi mente de forma infalible una serie de imágenes, fotogramas veloces de aquellos días felices.

 

La única cara oscura de una cicatriz, es que la piel pierde gran parte de su sensibilidad. Porque el precio a pagar por sobrevivir, siempre es el de endurecernos. Y me da miedo pensar que eso haya sido lo que le haya pasado a mi corazón, que aunque sólo se rompió de verdad una vez, quedó hecho añicos. Y al recomponer tantos trocitos pequeños, ha acabado quedando más cicatriz insensible que corazón, y por eso en algún momento de mi existencia, tuve que cambiarlo por un corazón de trapo…

 

¡Pues así ocho horas!

Dicen que pasamos un tercio de nuestra vida durmiendo, otro tercio trabajando y sólo el último haciendo lo que realmente queremos. Respecto a lo de dormir, lo único que podemos hacer es invertir en un buen colchón de 2x2, de látex a ser posible, de ésos que unas estupendas señoritas anuncian continuamente en los momentos de "telepromoción" de nuestras series favoritas.

Pero, ¿qué pasa con el temido trabajo? Nuestro país está en los primeros puestos de las listas de absentismo laboral por diversos motivos dentro de la Unión Europea. Vaya, que nos escaqueamos con casi cualquier excusa en cuanto podemos. Y eso que trabajamos poco, es decir, que según una estadística de ésas súper fiables, la mayoría de los españoles preferimos trabajar menos horas aunque ganemos mucho menos dinero. ¿La causa? Que la mayoría trabaja en cosas que no están ni de lejos relacionadas con lo que estudiaron o con su verdadera vocación.

Yo me he planteado todo esto, y he decidido que a partir de ahora no trabajaré en nada que no me haga sentir plenamente realizada, por el bien de mi amada paz mental, y para evitar que un puñado de jefas incompetentes me provoquen tics nerviosos. Pienso ganarme la vida escribiendo, interpretando o simplemente existiendo, que eso sí que se me da bastante bien. Lo que no me queda claro es qué tipo de juegos malabares tendré que hacer para pagar mis facturas. A lo mejor puedo pedirle alguna subvención a papá...

Cualquier cosa será mejor que acabar como una esclava encadenada a las galeras psicológicas de alguna empresa alienante que me llene la cabeza de absurdas ideas de corporativismo, no sea que al final acabemos todos como el loco del chiste...

[En un psiquiátrico, un médico observaba como día tras día uno de los pacientes se pasaba todo su tiempo libre con la oreja pegada a una de las paredes, escuchando, parando sólo para las comidas. Después de una semana, el médico no pudo reprimir su curiosidad, y cuando vio que el loco pegaba su oreja a la pared, lo imitó. Pero no consiguió oír nada, y le dijo:

- ¡Si no se oye nada!

Y el loco le contestó:

-¡Pues así ocho horas!]

Ah, crudeli!

Resulta increíble la capacidad de algunos seres humanos, o seres vivientes debería decir, para hacer sentir miserables a aquéllos que les rodean. Se trata de una mezquindad rayana en lo cruel e incluso, muchas veces, en lo absurdo, y que se ve escenificada en el pan nuestro de cada día de la mano de los más variopintos personajes: la jefa frustrada a la que cualquier cosa que hagamos le parece mal, el chico guay que va de rebelde por la vida con sus auriculares a toda pastilla, y que entra a empujones en el metro en cuanto se abren las puertas para mirarte con suficiencia desde el único asiento que se había quedado vacío, o ese familiar que todos tenemos ("tío tonto putas", que diría Chenita) que ha pasado alguna que otra temporada en la cárcel por maltratar a algún otro familiar... los crueles obvios, y los no tan obvios, porque también están aquéllos que cada vez que hacen algo mal son capaces de darle la vuelta a la tortilla para que la culpabilidad caiga con todo su peso sobre ti.

Intento sentir empatía hacia este tipo de personas. ¿ Qué les hace comportarse de este modo? ¿ Dónde buscar la raíz de esas actitudes? Puede que sea sólo egoísmo puro y duro. Un deseo de autoafirmación o de establecer una supremacía, que encuentra su camino en el pisoteo reiterado de aquéllos que están por debajo de nosotros.

Pero, ¿y si fuera algo más? ¿Y si debajo de esto hubiera en realidad la necesidad de establecer al menos algún tipo de comunicación? Porque eso son nuestras relaciones, diálogos constantes. Y es posible que para muchas personas la única vía de comunicarse sea una sarta de vocablos malsonantes.

O puede que tanto intento de empatía esté al fin desembocando en síndrome de Estocolmo...

La señora de la 416

Toda adolescente enamoradiza que se precie debe haber pasado al menos un curso académico suspirando desde el pupitre por ese joven y pasional profesor de literatura (o de filosofía, es cuestión de gustos), y claro, yo no iba a ser menos. Y sería divertido recordarlo si no fuera porque de repente un día te encuentras con él, y resulta que está casado, con hijos y, lo que resulta aún peor, con canas. Y te das cuenta de que el tiempo no pasa en balde, ni siquiera para las personas que viven sólo en tus recuerdos. Ni siquiera para ti.

Hace poco y por cuestiones que no vienen al caso, estaba yo pasando un par de días de vacaciones en régimen de todo incluído en la clínica de San José de Madrid. Como era puente y el personal se había visto mermado por las ansias humanas de evasión, pretendían trasladarnos a todos los pacientes a la primera planta para hacer más fáciles los controles y revisiones. La enfermera entró, y me dijo que me duchase antes de cambiar de habitación. Yo, que había ingresado apenas doce horas antes (recién duchada, debo decirlo, porque presentía lo que me esperaba) y que sabía que el alta inminente que se avecinaba me ponía delante la perspectiva de mi cuarto de baño, infinitamente más grande, cálido y limpio, me negué amablemente a ducharme. A lo que la susodicha enfermera no tuvo otra cosa que hacer, que asomar la cabeza fuera de la puerta y comunicar a voz en grito a su compañera: ¡¡¡ Puriiiiii, que la señora de la 416 dice que no se duchaaaa!!!, sumiéndome en un cruel y humillante estado de shock, no tanto por airear a los cuatro vientos mi supuesta falta de higiene, sino porque me estaba llamando señora... ¡Señora!... ¡A mí!

Diario de una mujer emocionalmente maltratada

Adán deseó la manzana sólo porque estaba prohibida. El error fue no prohibirle la serpiente, porque entonces se la hubiera comido. (Mark Twain)

Siempre he creído tener bastante clara mi prioridad en caso de que tuviera que elegir entre amar o ser amada. Amar. Siempre. En cualquier caso. Y no era negociable. A mis ojos, nada se podía comparar con la inconmesurable dicha que provoca el amar sin límites ni condiciones. Y el colmo del éxtasis venía de la mano de los amores no correspondidos. ¡Qué delicioso resultaba poder amar libremente, sin tener que esperar nada a cambio! Y más aún si el sujeto en cuestión ni siquiera era merecedor de tan dulces atenciones.

Este cúmulo de bienintencionado masoquismo ha provocado en mi vida tantas descargas de adrenalina, tantas ensoñaciones, que avergonzarían a cualquier persona que tuviera la más mínima inteligencia emocional. Y ése no era mi caso.

Pero es que claro, para mantenerse vivo, el amor necesita del conflicto como las personas necesitamos del oxígeno para vivir. Si no hay obstáculos que salvar, no habrá romance, por apasionado que sea, capaz de resistir a las silenciosas flechas de la rutina. Estos obstáculos pueden ser de diferente naturaleza. Pero dejando a un lado el síndrome de Romeo y Julieta (ya que enfrentarse a la familia para defender el amor entraña una diversión bastante limitada), resulta obvio que las pasiones realmente interesantes surgen cuando se trata más de conflictos internos. Y es que no hay manera más segura de enamorarnos de alguien que intentar obligarnos a nosotros mismos a no hacerlo. Ya me lo decía Óscar (Wilde): los jóvenes quieren ser fieles, y no lo son; los viejos infieles, pero no pueden. Aunque no sé de qué me quejo, las mujeres nos lo pasamos mejor en este mundo: nos prohíben más cosas.

Así que estoy segura de que si me pega es porque me lo merezco. Por estúpida, entre otras cosas.

Ssssshhh...

Y una vez más, el silencio se alzó entre nosotros como un muro invisible pero infranqueable, separándonos cada vez más de los sueños y de los anhelos compartidos. Ese horrible silencio que nos apartaba al uno del lado del otro para colocarnos frente a frente, como dos perfectos extraños, que miran sin ver, con los ojos vacíos, a una fuente de los deseos a la que alguien le ha robado ya todas las monedas.