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Corazón de trapo

Diario de una mujer emocionalmente maltratada

Adán deseó la manzana sólo porque estaba prohibida. El error fue no prohibirle la serpiente, porque entonces se la hubiera comido. (Mark Twain)

Siempre he creído tener bastante clara mi prioridad en caso de que tuviera que elegir entre amar o ser amada. Amar. Siempre. En cualquier caso. Y no era negociable. A mis ojos, nada se podía comparar con la inconmesurable dicha que provoca el amar sin límites ni condiciones. Y el colmo del éxtasis venía de la mano de los amores no correspondidos. ¡Qué delicioso resultaba poder amar libremente, sin tener que esperar nada a cambio! Y más aún si el sujeto en cuestión ni siquiera era merecedor de tan dulces atenciones.

Este cúmulo de bienintencionado masoquismo ha provocado en mi vida tantas descargas de adrenalina, tantas ensoñaciones, que avergonzarían a cualquier persona que tuviera la más mínima inteligencia emocional. Y ése no era mi caso.

Pero es que claro, para mantenerse vivo, el amor necesita del conflicto como las personas necesitamos del oxígeno para vivir. Si no hay obstáculos que salvar, no habrá romance, por apasionado que sea, capaz de resistir a las silenciosas flechas de la rutina. Estos obstáculos pueden ser de diferente naturaleza. Pero dejando a un lado el síndrome de Romeo y Julieta (ya que enfrentarse a la familia para defender el amor entraña una diversión bastante limitada), resulta obvio que las pasiones realmente interesantes surgen cuando se trata más de conflictos internos. Y es que no hay manera más segura de enamorarnos de alguien que intentar obligarnos a nosotros mismos a no hacerlo. Ya me lo decía Óscar (Wilde): los jóvenes quieren ser fieles, y no lo son; los viejos infieles, pero no pueden. Aunque no sé de qué me quejo, las mujeres nos lo pasamos mejor en este mundo: nos prohíben más cosas.

Así que estoy segura de que si me pega es porque me lo merezco. Por estúpida, entre otras cosas.

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