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Corazón de trapo

Fuera de lugar

Ha ocurrido esta tarde, mientras esperaba en la cola del supermercado. Era una cola larga, fruto de las manos cansadas de una cajera lenta, y de la falta de planificación de la docena de personas que habíamos dejado nuestras compras para última hora.

La fila era tan larga que ocupábamos casi hasta la mitad el pasillo de los productos lácteos, y a punto estuve de desistir en un par de ocasiones, cansada de tanto esperar. Pero supongo que hasta para abandonar una cola de supermercado hace falta un poco de determinación, motivo por el cual seguí dándole pataditas a mi prácticamente vacía cesta de la compra, para arrastrarla al ritmo cansino al que avanzaban mis compañeros de penitencia.

Y entonces sucedió. Lo vi por el rabillo del ojo, y no pude evitar girarme. Era imposible no verlo. En el estante de los batidos de chocolate, se alzaba desafiante un bote de guisantes. Ese bote trataba de mantener la dignidad, pero estaba claro que lo habían abandonado. Lo habían sacado de alguna cesta en el último momento y alguna mano cruel lo había dejado en el estante más cercano, sin pararse a pensar en las consecuencias de ese cambio de opinión.

Aprovechando un pequeño hueco entre los batidos, lo habían empujado un poco para hacerlo pasar desapercibido, y esto había provocado que los tetrabricks a su alrededor se desordenaran levemente. Los batidos de chocolate, perfectamente alineados de tres en tres, parecían mirarlo con desdén. Se sentían sin duda perfectamente arropados por sus pequeñas familias de tres miembros unidas por un brillante celofán. Cada familia de batidos encajaba perfectamente con la que tenía delante y con la que tenía detrás, dando lugar a una formación de aires casi marciales. El bote en cambio, era enormemente desproporcionado, con sus bordes redondos de hojalata, y su forma cilíndrica parecía ser todo un insulto a la precisa retícula formada por el ejército de lácteos.

El pobre bote ni siquiera podía lucir una pajita de rayas rojas y blancas a modo de banda insigne, sino que en su lugar tan sólo tenía una sencilla pegatina con la foto de un plato de guisantes en su parte delantera, y que para colmo había comenzado a despegarse por uno de los laterales.

Y me embargó una ola de autocompasión al darme cuenta de la absurda conexión que nos unía, porque era obvio que ambos estábamos a todas luces fuera de lugar. No encajábamos. No sólo no sabíamos sentirnos cómodos, sino que incomodábamos a los que estaban a nuestro alrededor.

Porque no paro de dar vueltas, pero no acabo de encontrar mi sitio. Y a veces no puedo evitar que este sentimiento de desasosiego se me anude a la garganta. Por eso cogí ese bote y lo acuné disimuladamente contra mi pecho, porque aunque yo tampoco puedo proporcionarle un lugar en el que encaje, al menos ahora en mi armario sobra sitio.

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